lunes, 28 de septiembre de 2009

Noches de Octubre

La vereda. Las rodillas sucias y los cordones desatados, desflecados de tanto pisarlos por no saber atarlos bien. Las paredes de salpicré de mi barrio de infancia, rayadas por los frenos de bicicletas inexpertas. El ruido de los sapos y ranas en las noches de primavera, las chicharras en los árboles, el viento en los cables de alta tensión. Todas esas cosas me trae el recuerdo de la escondida. Yo vivía en un barrio de estatales, allá por 1984 u 85. Esto me viene a la cabeza cuando pienso en esas noches de octubre, cuando la primavera abrazaba cálidamente la noche de sábado.
Los juegos que uno juega de niño son aquellos que te marcan para toda la vida, y en mi caso, la escondida fue uno de ellos.
Con ese juego conocido por todos entendí muchas cosas que me servirían como principios posteriores en mi adultez. El principal: la solidaridad y la entrega por el bien colectivo. Fácil de jugar, difícil de practicar.
Pensemos que la escondida es un juego que se juega de a grupo, en el que un participante sale a buscar al resto, que está escondido. No voy a entrar en detalles sobre las reglas. Todos las conocen. Lo peor era ser descubierto primero, ese lugar no lo quería nadie. Pero tocaba, pasaba. Y cuando las cosas estaban en definirse, quien tenía la llave era el último que quedaba escondido.
La noche era más oscura cuando todos habían sido descubiertos y el que buscaba venía afilado. En ese momento, dos bandos se armaban automáticamente. El que tenía el poder de buscar, casi policialmente, y quienes habían sido descubiertos y por alguna u otra razón no pudieron salvarse. Entonces emergía la importancia de quien era el último. Ahí nacía la figura del héroe de todos, y en su cabeza, la responsabilidad –sin dudas un valor aprendido en la infancia- de quien se pone en ese rol. La expresión de una necesidad colectiva se materializaba en la habilidad de unas infantiles piernas que llegaban antes que el que vigilaba y buscaba. El deseo de salvarse dejaba paso a través de él, al de salvar a todos. La carrera, cuerpo a cuerpo, y ahí el grito incontenible: ¡Piedra libre para todos los compañeros! Alegría de todos, alivio colectivo y hasta algún abrazo.
De grande, entre copas y compañeros, me vino una noche de octubre el mismo sentimiento de esas lejanas corridas. Alguna vez me tocó correr para salvarme, otras para salvar a mis compañeros. Siempre me quedó eso dando vueltas, hasta que nos dimos cuenta. La escondida es un juego peronista. Por eso, no es problema si el que vigila y busca es infalible. Lo que vale es que quien quede último entienda lo que tiene entre manos. Y que libre para todos los compañeros.
Pero estamos hablando de juegos de niños y eso nunca sirve para entender la adultez.
¿O sí?

Luciano Altamirano

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